9.5.13

Las damas, primero

En España, la mujer del César no quiere serlo ni parecerlo, salvo cuando se trata de achicharrar la Visa oro de su contrario. Por estos pagos, las señoras de Tal se dividen entre las que no se enteran de los mamoneos de sus santos varones y las que no quieren enterarse, principalmente cuando la justicia se pone pesada y les levanta el refajo por ver lo que esconden entre sus pomposas enaguas. La esposa protohispánica viene a ser la encarnación pluscuamperfecta del primer mandamiento neoliberal: privatiza los beneficios domésticos al tiempo que socializa las pérdidas, mayormente cuando acuden en forma de injerencia legal. A esta clase de hembra, de dudoso pedigrí, igual le da la igualdad que la madre que la trajo al mundo: se basta y se sobra para echar por tierra la pila de años en la que los ejemplares más admirables de su sexo se dejaron el pellejo luchando por esa utopía que nos pinta a todos iguales, reverdeciendo por puro egoísmo el ajado machismo carpetovetónico de una sociedad a la que aún le puede la querencia. Se diría, observando su comportamiento desde la barrera, que esa manada de fulanas preferiría seguir, para según qué cosas, en casa y con la pata quebrada, como mandaba la doctrina de la Sección Femenina, pues se autorretratan como mujeres florero a las que les brotan los Jaguars en el garaje como a mí la mala yerba en el jardín; como voces copleras ahogadas por las bolsas de basura malaya; como despistadas de alta alcurnia consortes de arribistas trincones… Pero sabemos que mienten: porque los juzgados están abarrotados de papeles que evidencian que están de mierda hasta las cejas. Lo que ocurre es que, cuando se trata de burlar a la justicia, aquí sigue funcionando la rancia cortesía caballeresca: las damas, primero.

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