16.2.13

¿Dimi... qué?

'Dimitir' es un verbo que los académicos que limpian, fijan y dan esplendor a nuestra lengua incluyeron en el diccionario consensuado del español por cortesía, pero la suma de los hijos de la "conejienta Celtiberia" (Catulo) que se han atrevido a conjugarlo en primera persona es irrisoria. En España somos más de procrastinar —en espera de que amaine el temporal— que de dimitir, que es una costumbre muy extendida en el ámbito anglosajón —en Reino Unido o Alemania no hay mandamás que sobreviva a un escándalo— y hasta en el cuadriculado Japón, donde hace unos meses desertó en bloque medio centenar de miembros del partido gobernante simplemente por oponerse a una subida del IVA. Incluso la (intra)historia vaticana ha retrocedido (milagrosamente) seis siglos para ver cómo un Papa (Ratzinger) cuelga los hábitos antes de que la dama de la guadaña lo eleve hasta la compañía del Altísimo. Pero aquí nadie se da por aludido: en Merkelandia nos tienen calados y ahora es el Frankfurter Allgemeine quien denuncia —vía editorial— que, en nuestro país, quien ostenta el poder "se anida a él con todas sus fuerzas, ya que lo único que les importa a los políticos españoles es la supervivencia en el puesto, aunque su imagen corra peligro de irse al infierno". Nos gusta creer que estamos en plena transición hacia otro orden de cosas y a lo mejor es verdad, como defiende Javier Gallego en su Elogio de la sociedad civil, que "el miedo está cambiando de bando", pero lo malo es el que poder aún no ha dado ese paso. Debemos culminar la revolución, porque la indignación no basta para contradecir a Andrés Trapiello cuando sostiene que, en esta sociedad, "el peor espectáculo no es el que nos dan, sino el que damos". Si aquí no dimite ni Dios, habrá que dimitirlo.

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