Benjamín Prado ha exhumado en los periódicos el mito de la fraternal enterradora (Antígona) como paradigma de la desobediencia civil, un fenómeno que parece haber resucitado de entre los muertos para malvivir a nuestra vera. Los noticiarios denuncian que los españoles son los europeos que más se manifiestan y para certificarlo basta echar una ojeada al género más fresco, que da fe de la rabiosa actualidad navegando como buenamente puede entre una multitud de multitudinarias mareas humanas que recorre estos días nuestras calles en busca del porvenir. Se pregunta (y nos pregunta) Antonio Lucas en un doloroso lamento poético "hasta cuándo aguantar la abultada humillación impuesta y esa terca voluntad de que no seamos, de que no existamos, de que no levantemos la voz ni la cabeza", y puede que la respuesta comenzara a forjarse hace un par de temporadas, cuando la indignación fue elevada a categoría de acontecimiento universal. Lo jodido es que el invento aún no ha terminado de fraguar y que el padre de la criatura, Stéphane Hessel, ya no podrá ver culminado su proyecto. Así que la respuesta, "my friend" Lucas, "is blowin' in the wind"; pero la ciudadanía se ha echado al monte para darle caza y no tardará mucho en cobrarse tan preciada pieza. El finado Hessel despertó las conciencias "socialadormecidas" merced a un indignado panfleto que prendió esta rebeldía nacional que ahora ha alcanzado su punto de ebullición. Cuando la cosa comenzaba a ponerse chunga por estos pagos, dijo el humanista galo: "Deseo que halléis un motivo de indignación. Porque cuando algo nos indigna, nuestra fuerza es irresistible". Pasado el tiempo, nos sobran los motivos —como a Sabina— y ya me estoy imaginando a la envalentonada marea rescatando el olímpico grito de Belauste que dio pábulo a la furia española: "¡A mí el pelotón, Sabino, que los arrollo!".
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