A Toni Cantó le dio el otro día por esbozar un prontuario sobre la violencia de género en mitad de ese posmoderno patio de vecinos que llamamos Twitter; y fue abrir el pico y comenzar a lloverle chuzos desde las ventanas del costumbrismo ibérico. Se le fue de las manos el pájaro azul de las desdichas y terminó dando el cante al compás de ciento cuarenta caracteres: para demostrar que las estadísticas son segadas, echó mano de estadísticas sesgadas, y en tres piadas la lio parda. Dijo que las mujeres se quejan por vicio y que los hombres también se llevan sus buenas somantas de palos, no se vaya usté a creer; o sea, que descargó una tanda de falaces agravios, más propios de un cantamañanas, y los adalides de la igualdad respondieron al ataque pidiendo su cabeza. Ahí fue donde empecé a perderme. ¿Por qué? Porque: 1) Cantó es uno de los insignes huérfanos de ideología adoptados por la matriarca de Unión Progreso y Demagogia, Rosa Díez; 2) esta le confesó un día a Jordi Évole que se siente más cómoda jugando en el centroizquierda, "pero bueno, a veces se va uno un poquito para la derecha y puede que cuele el gol. ¿Qué es lo importante? Meter gol"; 3) Cantó es el ariete del bocachanclismo ilustrado, gracias al que los upeydemagogos cuelan goles a los medios sin mensaje aparente; y 4) los hooligans que ahora fingen sorpresa son los mismos que están inflando con su declarada intención de voto el globo magenta en los sondeos electorales. Al pollo cantarín, mejor que lo descabece una gallina de su corral: "Dimitir no equivale a autoinculparse, sino a reconocer que uno no está a la altura de la confianza depositada en él por los ciudadanos", escribía ayer en su confidencial columna Irene Lozano. Pues eso.
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