Los meapilas de nuestro Gobierno la titularon, en un alarde de gazmoñería y derroche de mayúsculas, como "Misa Solemne de Inicio del Ministerio como Pastor Supremo de la Iglesia Universal de Su Santidad Francisco" pero a mí me pareció, con perdón de los concernidos, un desatino más de la secta (ultra)católica, (hiper)apostólica y (super)romana; uno de los tantos gaudeamus que se pegan los globalizados santurrones de postal a costa del fiel contribuyente al amparo de ese hiperbólico oxímoron que estos días cotiza al alza: la Iglesia de los pobres. Por la Santa Sede desfilaron, de un luto tan riguroso que al principio me puse en lo peor, el cuñado de Urdangarín, un triunvirato de beatos ministros y el desubicado Rajoy, que esta vez agachó la testuz más de lo acostumbrado para rendir pleitesía al nuevo Papa. En verdad, lo que a nuestros mandamases les cautiva de Georgium Marium Bergoglio, alias Franciscum —como le llama L'Osservatore Romano—, es que sea uno de los suyos, o sea, que hable español, virtud mediante la cual quedan difuminadas sus archiconocidas carencias políglotas. Pero lo que importa lo están investigando estos días con ridículo ahínco los medios: el Papa argentino también tiene pasado; y más bien oscuro, por no desmerecer frente a sus antecesores en la (intra)historia vaticana, cuyo retrato robot vendría a ser un híbrido nacido del ayuntamiento entre el Marqués de Sade, don Vito Corleone y Alí Babá con la virgen de turno, que para eso está. Como quiera que sea, y a sabiendas de que el pingüe (y tenebroso) tinglado católico se extenderá por los siglos de los siglos, los descreídos nos consolamos con la única prensa honesta que va quedando (El Jueves), que una vez más pone voz a nuestros pensamientos desde su portada: "Nos importa una mierda quién es el nuevo Papa… Y ahora, ¿podemos seguir hablando de cosas serias?".
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