Kissinger, que tanto se equivocó cuando (mal)vivía cegado por su omnipotencia imperialista, erró también el tiro con una cínica observación sobre su gremio: "Los políticos corruptos hacen que el otro diez por ciento de políticos sea mal visto por la población". Lo cierto es que en este patio de Monipodio, donde maldita la gracia que nos hace el humorismo yanqui, son ese noventa por ciento de políticos enviciados y sus dos principales debilidades —la corrupción y el fraude— los que están muy mal mirados por una clientela a la que solo hay otro asunto que le desvele aún más: el ruinoso estado de sus cuentas corrientes, según nos ha chivado el último barómetro del CIS; y eso que el sociológico cuestionario se cocinó en la primera quincena de diciembre, cuando aún no se había divulgado el desalentador balance de fin de año que alzaba a trescientos la cifra de políticos españoles imputados por corruptelas varias. Aunque la cantidad de carguillos entregados al mangoneo es mucho más abultada, pues a ella habría que sumar, por no dar rodeos, a los sesenta y tres diputados —incluidos el presidente Rajoy y cuatro de sus ministros— denunciados ayer por malversación de fondos públicos y apropiación indebida ante el Tribunal Supremo, que llevan varios meses cobrando dietas duplicadas pese a disponer de vivienda habitual en Madrid; o al cacique gallego que la Fiscalía orensana acaba de empurar por prevaricación, José Luis Baltar: el mismo que hizo del enchufismo una abusiva rutina, de los tratos de favor una afición desmedida y de los pucherazos electorales un arte; el mismo que llegó a la Diputación de Orense con lo puesto y salió de ella, veintidós años después, con propiedades multiplicadas y un centenar de bugas de colección; el mismo del que Rajoy dijo en 2009: "Baltar es el PP". O sea.
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