La charla entre compañeros de quinta que mantuvieron el Rey y el periodista Hermida la otra noche por ver cuál de los dos la tiene más larga se hizo corta. Lo tiene escrito Andrés Neuman: "Lo breve calla a tiempo, lo corto antes de tiempo"; lo cual que la (no) entrevista a su majestad (de ustedes) no fue breve —pese a durar poco más de un cuarto de hora— sino corta, porque el monarca de turno calló mucho antes de que le pudieran ser formuladas las demandas reales de sus súbditos. Arturo González planteó algunas, a toro pasado: "Señor, usted reina, pero no gobierna. ¿Eso qué quiere decir? ¿No se siente una figura decorativa?"; o esta otra: "Majestad, ¿cree que es mejor para revalorizar su cometido y figura una entrevista amable y complaciente o una exigente y comprometida?". La respuesta a esta última cuestión la ha dado esa entelequia que llamamos opinión pública: la imagen del Rey, en particular, y de la monarquía, en general, cae en picado, antes y después de la infructuosa operación Zarzuela que sus asesores comunicacionales han ejecutado en las últimas semanas. Porque los españoles sabemos que tenemos un soberano díscolo y lo que de verdad nos gustaría es que la manoseada campechanía borbónica se tradujera algún día en sinceridad real; que el ciudadano Juan Carlos afrontara sus vicios (y virtudes) como el genial Mágico González asumía su kamikaze práctica del fútbol en el Cádiz: "Sé que soy un irresponsable y un mal profesional, y puede que esté desaprovechando la oportunidad de mi vida"; que el cascado regente rematara la faena parafraseando al noctámbulo mago del balón salvadoreño: "Lo sé, pero tengo una tontería en el coco: no me gusta tomarme el reinado como un trabajo. Si lo hiciera, no sería yo. Solo reino por divertirme".
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