Enrique Meneses pasó la vida, mientras pudo, como El viajero de Juan Bonilla: "Viajando de un lugar que ya no existe / a otro que jamás existirá". Su menú periodístico seguía a rajatabla la Dieta lingüística recetada por Juan Vicente Piqueras: "Use cada día verbos de movimiento. / Evite los pronombres reflexivos. / No hable entre comillas". Ejerciendo de hijo de periodistas, el bebé Meneses vino con una Underwood debajo del brazo y abrió antes el obturador de una Rolleiflex que sus propios ojos. Desde chaval fue consciente de algo que Umbral tardaría mucho tiempo en certificar: que "el articulismo supone sacrificar la verdad a la actualidad", por lo que eligió el fotoperiodismo como profesión y el reportaje como género. En lo suyo fue un maestro, y pocos colegas podrían exhibir un currículo como retratista de la revolución cubana, relator de las muertes de Manolete o Kennedy, fotógrafo para Life o Paris Match y supervisor del Playboy español, para que la España del destape no se empachara de destetes; y todo ello sin haber pisado nunca una rueda de prensa. Unos años antes de morir reunió sus aventuras en un tocho titulado con querencia epitáfica Hasta aquí hemos llegado, y cuentan que la lectura de esas memorias hizo exclamar a Fraga: "¡Hay que ver lo que ha bebido y follado en su vida usted!". En efecto, este madrileño de mundo tenía alma de carrete y sangre de tinta y güisqui, amén de una afinada puntería para escupir las palabras. Para llegar hasta el belicoso Canal de Suez en 1956, tomó un taxi en El Cairo y, en lugar de una dirección, le largó al chófer una sinécdoque: "Lléveme a la guerra". De allí solo regresó para seguir luchando en la batalla doméstica hasta que su bombona de oxígeno dijo basta, hace ahora una semana… que parece una eternidad.
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