Si, como dejó escrito Tzara en uno de sus manifiestos dadaístas, la "biografía es el séquito del hombre ilustre", Agustín García Calvo fue, sin duda, uno de los españoles más ilustres, pues la vida de este polígrafo, recientemente malograda, da para varios y suculentos tochos. Si, como reconocía Umbral en una de sus novelas iniciáticas, "la literatura es estarse siempre cortando lonchas de uno mismo y vendiéndolas lo mejor posible", la obra del filósofo zamorano, ay, fue una barra de magro fiambre malvendida. El profesor García Calvo manejó con destreza de tahúr todos los palos de la baraja literaria sin que ninguno le garantizara la popularidad necesaria para vivir del cuento. Este libertario con hechuras de jipi y espíritu de griego arcaico nació en el milenio equivocado pero no por ello dejó de acudir regularmente al foro a predicar su palabra. El personaje se impuso a la persona y por eso los obituarios no le hacen justicia; si acaso Ridao, que sobre la expulsión de su cátedra -junto a Tierno y Aranguren- tras la revuelta universitaria tardofranquista, recuerda: "En nombre de la libertad, Agustín García Calvo era tan contrario a la dictadura como a la democracia". La causalidad me cruzó involuntariamente en su camino: un amigo común le encargó una versión de Los persas de Esquilo para llevarla a escena; tras su primer adelanto, la fidelidad clásica de la traducción asustó al director, que desechó esa opción y me propuso elaborar a cuatro manos una nueva versión. Por una vez, la necedad política obró con tino y los futuros paganinis abortaron el proyecto casi antes de que echara a andar. Siempre les estaré agradecido: creo que no hubiera podido sobrevivir a la carga moral de haber enmendado la plana al maestro, que, huelga aclararlo, por su cuenta finalizó el encargo y lo publicó.
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