Escribió Goethe hace un par de siglos: "Dejad que lo parezca hasta que lo sea". Y los españoles, germanófilos a la merkeliana fuerza, le tenemos tomada la palabra al romántico literato: siempre vamos con retraso. Hace siete años legalizamos el matrimonio homosexual, gentileza de un Gobierno progresista, pero no ha sido hasta ahora, bajo mandato retrocesista, cuando el Tribunal Constitucional ha dicho que nones al recurso del PP y ha refrendado, más que el hecho, la pertinencia de su nomenclatura, que trae de cabeza a la Iglesia española y sus (cada vez más escasos) correligionarios. "Decir que 'matrimonio' viene de madre -y que no la hay en una pareja gay- para negar este derecho es tan estúpido como argumentar que 'patrimonio' viene de padre y que, por tanto, las mujeres no deberían poder abrir una cuenta corriente", argumenta Nacho Escolar desde la izquierda. "Será constitucional, pero no es matrimonio", sentencia en portada el panfleto oficioso de la (ultra)derecha, que todavía anda hecho un lío con las peras y las manzanas. Precisamente esto es lo que más me descoloca del asunto: las alegrías que se permite el rancionalcatolicismo ibérico en materia judicial. Tiene escrito Javier Villán que "la derecha española es voluble y un poco puta", pero parece demasiada volubilidad y demasiado puterío anunciar el fin de los vicios menores tras la tragedia del Madrid Arena al mismo tiempo que se abren los brazos desreguladores a los vicios mayores de Eurovegas. La gracia divina de insumisión al mandato constitucional la merece en exclusiva el ministro Fernández Díaz, de quien se entiende su coherente pataleta: resulta que un buen día recibió la visita de Dios en persona mientras paseaba por la ciudad del pecado, Las Vegas; le vinieron a tentar, de la mano, el vicio y la virtud; y así no hay quien se aclare.
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