Cuenta, no sé si la historia, la leyenda o una mezcla de entrambas, que hubo una vez un puñado de calles en la capital del reino, hoy llamado con agudeza barrio de las letras, en donde se cruzaban de ordinario para dirigirse a sus respectivos quehaceres las figuras más brillantes de nuestra áurea literatura: Cervantes, Calderón, Lope… Vecino de estos era Góngora, hasta que, arruinado, hubo de sufrir impotente cómo lo desalojaba de su propia vivienda su íntimo enemigo, un boyante y crudelísimo Quevedo que se dio el gusto de desahuciar a su rival de rimas plantándolo de patitas en la calle. El desahucio es la más dolorosa de las vejaciones que pueden infligirse a un ser humano, y su práctica se entiende con dificultad en una tierra que aparcó hace siglos o décadas las monarquías (más o menos) absolutistas y las dictaduras. Pero de poco sirve que nuestra democrática Constitución reconozca el derecho a una vivienda digna en un tiempo en el que no son los políticos sino los banqueros quienes nos desgobiernan. Los gerifaltes españoles se han vuelto a retratar con su desacuerdo en materia de desahucios, dejando en manos de Rajoy y sus secuaces el aplazamiento -no la solución- de un desproporcionado drama. Europa, a la que Andrés Neuman ve como una “abuela que se comporta como si nunca antes hubiera sido pobre”, aprieta las tuercas de nuestro engranaje público defendiendo a unos bancos que resucitan gracias a sus millones; y estos, a su vez, se hacen fuertes estrangulando a los políticos nacionales por donde los tienen cogidos desde siempre: por las gónadas. Entre tanto, afuera aguardan millones de viviendas vacías, sin redistribuir, como la que fue de Góngora y Quevedo en Madrid: ruina deshabitada okupada hace un año pacíficamente y desocupada a la fuerza por uno de tantos propietarios inhumanos.
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