"El fútbol es —según asentó Vázquez Montalbán— la religión diseñada en el siglo XX más extendida del planeta"; y en pleno siglo XXI sigue siendo, mal que le pese a los marxistas más rancios, el verdadero opio del pueblo, cuyo principal efecto secundario, la hornbyana fiebre en las gradas, se ha impuesto como la única pandemia incurable de la actualidad. Conviene administrar estas certidumbres, de entrada, pues solo tras su dosificada ingesta se puede digerir una jornada como la de ayer, en la que la batalla entre los apocalípticos y los integrados de las huestes balompédicas estuvo más reñida que nunca. La sensacionalista prensa recreativa continuó comportándose como si no existiera el mañana y se entregó rendida a los encantos del maximalismo: la tunda germana en las semis de la championslíg ha dejado al aire las vergüenzas del fútbol español y ahora toca rasgarse las vestiduras para llorar el fin de ciclo de nuestras glorias deportivas, el Barça y el Madrid. Pero ni el (auto)engañoso uso preventivo del miedo escénico y los minuti molto longo ni el ventajista abuso posterior del apotegma linekeriano ("El fútbol es ese deporte en el que juegan once contra once y al final ganan los alemanes") marcan goles. El balompié patrio vive desde hace años en una burbuja ruinosamente gestionada —deudas milmillonarias y sueldos disparatados— que está a punto de estallar y que se llevará consigo nuestros aires de grandeza; pero, mientras miramos para otro lado, la eficacia probada europea —el lema del Bayern es "Mia san mia": nosotros somos nosotros; sin aditivos ni colorantes— nos las da todas en el mismo lado. Cuando pase la lacerante resaca de la derrota, caeremos en la cuenta de que no tenemos cantera ni pasta para fichajes, y entonces el país se echará a la calle de una puñetera vez: porque sin comer podemos ir tirando, pero sin furbo aquí no hay quien viva.
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