Siempre me ha inquietado, como a Simenon, "la diferencia que existe entre el hombre vestido y el hombre desnudo; es decir, entre este tal como es y como se muestra en público, e incluso como se mira al espejo". Por eso, ahora que el otoño se deja notar, me envuelvo gustoso, aunque asombrado, en los fascinantes ropajes reversibles que gasta el Rey de esta monarquía parlamentaria con espíritu republicano, para pasar el rato. El mayor de los borbones reinantes se ha convertido, de un tiempo a esta parte, en la diana -metafórica, pero también material- de buena parte de unos dardos mediáticos hasta ahora voluntariamente sometidos a su persona. Se multiplican los deslices de una casa real cuya doble moral flirtea peligrosamente con el hartazgo de sus súbditos, largamente silenciados por un valor tan gratuito como la campechanía. Dionisio Ridruejo le dijo a una vez a Franco: "Todo parece indicar que el Régimen se hunde como empresa aunque se sostenga como tinglado"; y ese parece el sentir nacional respecto a una forma de gobierno anacrónica y profundamente antisocial. La popularidad del Rey mengua con proporcionalidad inversa a las amantes, hijos bastardos y fajos de billetes acumulados que se le van descubriendo (¿presuntamente?) al ciudadano Juan Carlos. Consecuentemente, su majestad (de ustedes) ha comenzado a publicar unas misivas virtuales que no se sabe si van dirigidas al pueblo o a su familia -"En estas circunstancias, lo peor que podemos hacer es dividir fuerzas, alentar disensiones, perseguir quimeras, ahondar heridas"- y ha resucitado el NO-DO, con la connivencia de los servicios (des)informativos de la tele pública. Todo con el afán de ejecutar uno de los valores que el monarca destaca de la Transición democrática: "La renuncia a la verdad en exclusiva"; al que yo echo en falta una coma por alguna parte.
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