Asegura el trascendentalista Thoreau en su correspondencia que "lo que puede expresarse con palabras puede expresarse con nuestra vida". Rajoy, que se ve que no ha leído al ínclito desobediente civil, expresa poco con su vida y menos con sus palabras, que las más de las veces se le enredan sobre sí mismas hasta dar forma a una especie de trabalenguas en el que el orden de los factores sí altera el producto. Algo de eso le sucedió el otro día en medio de una rueda de prensa, cuando hizo malabarismos lingüísticos para volver a decir, ante los periodistas, una cosa y su contraria. Será la falta de costumbre o el pertinaz desapego que el presidente siente por la transparencia comunicativa, el caso es que vino a concluir: "…es muy posible, o que no sea así, lo cual… pues a lo mejor también es posible o no, qué más da". Lo de menos, aquí, es lo que se traía entre manos —el rescate—; lo que importa es el reincidente desprecio de Rajoy por la ciudadanía, destinataria final de sus mensajes. Pero, ¿cómo pedir aprecio por sus gobernados a un preboste trotamundos que va a pasar casi un mes y medio sin someterse a una sesión de control en el Parlamento para poder fumarse un puro en cada puerto, como el Marx (Groucho) de la película? Llamazares ha sintetizado el asunto con tremendismo: "La mayoría absoluta del PP se ha convertido en puro absolutismo". Y el diputado Centella lo ha visto con ojos cinematográficos: "El Gobierno quiere pasar del desprecio al Parlamento que mantiene a lo largo de lo que llevamos de legislatura a algo parecido al silencio de los corderos". El (anti)lorquiano "pastor bobo" ni se inmuta, claro: mira para otro lado para no reparar en su famélico rebaño.
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