Uno, por desgracia, escucha cosas. Un suponer: "España es el único país del mundo que debe enfrentarse a cinco crisis: bancaria, económica, de deuda soberana, política y constitucional, y todas simultáneamente". Uno, mal que le pese, ve cosas. A saber, que el diario con más pedigrí del mundo mundial, según los que saben de esto, ha retratado nuestras miserias consuetudinarias bajo el contundente filtro del blanco y negro. Uno, malaventurado, lee, sobre todo lee, cosas. Como la antisocial letra pequeña de unos presupuestos más presupuestos que nunca. Uno, en fin, escucha, ve y lee, sobre todo lee, cosas. Por consiguiente, uno sabe que, como venía barruntando desde hace meses que parecen años, las cosas andan jodidas en estas machadianas "tierras para el águila". La irrefrenable decoloración —literal, pues el blanco y negro está de moda, y metafórica, pues el porvenir se adivina cada día más oscuro— a la que está siendo sometida en los últimos tiempos esta España mía, esta España nuestra, había de devenir, más temprano que tarde, en una suerte de corralón grisáceo, donde pacen a capricho las (malas) bestias que nos gobiernan mientras a los animales domésticos/domesticados, o sea a nosotros, nos es vetado elegir, siquiera, entre el aliviador blanco o el castigador negro. No quedan, pues, más cojones —con perdón— que adaptarse a malvivir en esta (auto)impuesta pero asfixiante escala de grises. El país ha cedido su soberanía —democráticamente, faltaría más— a un acomplejado mandamás que, como buen (mal) gallego no sabe si sube o si baja en la escalera al infierno: tiñe de negro las canas de su atusado cabello pero luce perlinos los pelos de lo único a lo que aún no ha metido la tijera en nueve meses de mandato: su barba. Su opositor, el mandamenos, ni siquiera precisa teñirse: no le quedan vergüenzas que disimular.
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