De todas las anécdotas elevadas a categoría que servirían para introducir la tesis defendida en este artículo, me quedo con la (pen)última de la que he tenido noticia. La recuerda el editor Manuel Fernández-Cuesta en eldiario.es: el 6 de diciembre de 1978, a la salida del colegio electoral en el que acaba de votar, el secretario general del PSOE, Felipe González, es preguntado por la vigencia de la Constitución que se terminaría refrendando esa misma jornada; su respuesta es de alucine: "Espero que decenios y decenios, y si es posible, de un siglo a dos". Era este un gesto sobrado -como tantos- que, sin embargo, desvelaba las intenciones de quien pilotaría la nave española en el primer tramo de la recientemente recuperada democracia. Porque hoy, treinta y cuatro años después de aquella antológica largada 'felípica', sabemos que González estaba echando mano de la retórica para adelantar, sintetizado, el futuro inmediato que aguardaba al país: la sinécdoque que ampliaba el radio de acción de la flamante Carta Magna hasta convertirla en lo que más tarde se dio en llamar la Cultura de la Transición (CT), entendida esta, según Amador Fernández-Savater, como el conjunto de "maneras de ver, de hacer y de pensar que ha sido hegemónica en España durante los últimos treinta años".
Lo que Felipe anunciaba era una época cerrada en sí misma, aunque vendida y aplaudida como aperturista, que se perpetuaría durante tres décadas y media -hasta hoy- gracias al subvencionado establecimiento de una tupida red de servidumbres y clientelismos. Pero la CT -acuñada para los restos por Guillem Martínez en un librito bueno, bonito y barato- está dando sus últimas boqueadas y ha llegado el momento de plantearse una muerte digna para con ella, siquiera sea por los servicios prestados: es hora de darle a probar de su propia medicina, o sea, administrarle una eutanasia activa que la remate definitivamente.
En 2012, El País ya no es el que era y este "trozo de planeta / por donde cruza errante la sombra de Caín", tampoco: el lector sabrá perdonarme el facilón juego de palabras, donde se debe entender El País como agonizante "intelectual colectivo-empresarial de la España posfranquista", según el traje dialéctico que le cortó a medida el profesor Aranguren tras su primer y exitoso lustro, y los versos de Machado como insuperable y eterna metáfora de un territorio condenado a no entenderse. Tampoco el mundo es el que era; y no, aquí no me refiero al particular microcosmos 'pedrojotiano' -que también agoniza-, sino al planeta que habitamos y a la sociedad de la que formamos parte, que malvive en estado de permanente efervescencia presentando todos los síntomas de las épocas revolucionarias: a un lado hay un monstruo moribundo pero al que aún queda resuello para seguir castigando a los más débiles; y al otro, se vislumbra una criatura todavía nonata que promete salvarnos de la tiranía del poder concentrado, pero cuyo parto se está eternizando.
En el ámbito doméstico, esta titánica lucha está castigando ferozmente a la figura que alumbró, amamantó, crío, y (mal)educó a la Cultura de la Transición: un Partido Socialista Obrero Español que hace décadas que dejó de ser "obrero", porque se amoldó muy pronto a la cultura del pelotazo y a la vida disoluta de la guapa gente; cuyo andamiaje "socialista" se vino abajo hace demasiados años, pues ha sido y es capaz de gobernar junto a cualquiera de las ideologías presentes en el arco parlamentario y apoyar, en comandita, propuestas de distinta ralea; y cuyo carácter "español" se viene desdibujando -Bono dixit- desde antiguo, ya que ha aceptado arrimarse a nacionalistas de izquierda y de derecha, más y menos radicales, con tal de aferrarse a un poder que le vuelve la espalda de forma cada vez más descarada. El único término que aún parece pertinente en su nomenclatura es "partido": por lo que tiene de participio del verbo partir más que como "conjunto de personas que siguen y defienden una misma opinión o causa".
Y en estas estamos, inmersos en una coyuntura en la que los medios vomitan sin solución de continuidad reflexiones acerca de cuál debe ser la estrategia a seguir por la formación que ha vertebrado la política nacional de las tres últimas décadas y, recreándose en la suerte, sobre quién debe ser el estratega que se sitúe al frente de ella. Los últimos batacazos electorales del PSOE están permitiendo desmesuradas collejas como la que Félix de Azúa atiza a Rubalcaba con guante de seda: "Es un hombre eficaz en tareas subterráneas, ocultas, comisariales, pero carece del menor atractivo político y no se le conoce una sola idea". Aunque parece harto dudoso que aportaciones como esta contribuyan a deshacer el entuerto.
Sea como fuere, ni el debate en torno a la figura del que haya de convertirse en futuro líder socialista ni el bizantino cacareo de las propuestas ideológicas que deban conformar el ideario inminente del partido, deberían preocupar en exceso. Sí debería ocuparnos, en cambio, lo que de ambos pueda derivarse: el PSOE detenta en la actualidad un poder menguado cuya escasa influencia amenaza con convertirse en residual; por lo tanto, el papel que puedan desempeñar sus próximos mandamases a la hora de asimilar las demandas de una sociedad desahuciada y su posterior defensa desde las instituciones, debería interesar y hasta importar.
El bipartidismo está a punto de irse al garete y los socialistas, para merecer nuevamente tal epíteto, deberían aproximarse a lo que algún día fueron, la voz del pueblo, sin recurrir, como les advierten desde su propio bando, a la "vieja trampa lampedusiana de querer cambiarlo todo para que todo siga igual". "Ha llegado el momento", demandan las (auto)denominadas Líneas Rojas, "de cambiarlo todo para que nada (o casi nada) siga igual".
Así que el PSOE tiene que aprender a desenvolverse en una coyuntura electoral inédita: el irrefrenable ascenso de la abstención, del voto nulo y del voto en blanco se ha erigido en el paradigma democrático de la desafección generalizada hacia la política, pero sobre todo hacia los políticos. Debe tomar buena nota el Partido Socialista de aquello que la sociología concluye sobre el actual estado de la cuestión: "Los más críticos son la gente de mayor estatus social y económico, de mayor educación, varones, no demasiado mayores, de grandes ciudades y… bastante de izquierdas o ajenos a la clasificación ideológica habitual"; una audiencia, por consiguiente, difícil de manejar/manipular, exigente, hastiada del statu quo y anhelante de una sociedad que pueda ser calificada, con rotundidad, como moderna. Hoy sabemos que las ideologías no han tocado a su fin, contrariamente a lo que aseguró hace medio siglo Daniel Bell, pero no ignoramos que en el siglo XXI las ideas progresistas están esparcidas irregularmente por varios credos. Aquel que sea capaz de unificar la fe de sus distintos correligionarios multiplicará sus posibilidades de éxito en el futuro, y entonces volveremos a creer que no hay bien que por mal no venga; porque la derecha amenaza con mantenerse firme, sostenida por una masa preocupantemente acrítica, por los siglos de los siglos.
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