Fue el 8 de abril del 92 cuando José Bono cayó en la cuenta de que "andan días iguales persiguiéndose". Desde entonces, por no ser menos, él también se dedicó a perseguir días. Neruda le abrió los ojos y Ramón Rubial le dio el empujoncito definitivo: el entonces presidente del PSOE le animó "a dejar constancia escrita" de su desencuentro con Guerra, que había respondido a la solicitud de amistad del manchego con su habitual cinismo: "No te puedo impedir que me tengas afecto". Bono, resentido, se borró del guerrismo e inició una serie de anotaciones que llegaron a alcanzar 17.000 folios y que formarán, si nada lo remedia, una trilogía de la que ahora se publica el primer volumen, Les voy a contar. Se aclara en la contratapa del pedantón artefacto que lo que encierra "son los diarios —no las memorias— de un político nada frecuente". Se agradece la advertencia, claro, pues por las vetas entresacadas y aliñadas convenientemente por la prensa amarillenta, uno adivina que eso de memoria tiene poco. Más bien parece un premeditado ejercicio de desmemoria; como si un Alzheimer selectivo se hubiera apoderado de su protagonista, que, faltaría más, luce más listo, más alto y más guapo, ahora que ha recuperado parte del cabello perdido, que cualquiera de sus compañeros de viaje. Bono habla mal, o regular, de todo quisque, incluidos algunos de los que fueron sus amigos, y con cada envenenada semblanza ajena va trazando su paupérrimo autorretrato. Lo malo de Bono es que padece casi todos los vicios de la decadente clase política española y no atesora casi ninguna de sus virtudes. Su libro de memorias, con perdón, debería llamarse "La vuelta a un ombligo en ochocientas páginas", según el acertado aforismo del gran Pepe de la Colina, que se queda corto en la vuelta aunque le sobren páginas.
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