Si no fuera por los plausibles sobresaltos que se producen en su seno de cuando en vez, el mundillo de las letras patrias languidecería sin remedio: siempre fueron bienvenidos, por revitalizadores, los exabruptos cotidianos de Cela; los rutinarios egotrips de Umbral; las rancias largadas de Pérez-Reverte; o la salvaje agarrada que mantienen Arcadi Espada y Javier Cercas a cuenta de la realidad y la ficción. Por eso, la flamante salida de tono de Javier Marías al rechazar el Nacional de Narrativa me ha devuelto la fe en la combatividad de nuestra aletargada literatura. Arguye el escritor madrileño, para defenderse de la politización de su gesto, que no acepta galardones oficiales y estatales ni, mucho menos, remuneraciones públicas. Sea. Aunque no olvidaremos que hubo un día en que sí aceptó premios y dineros públicos, quizá porque tanto lo uno como lo otro le hacían más falta que ahora. Mayor alcance tuvo, hace ya casi dos décadas, Andrés Trapiello al advertir que, "cuando el Estado dice que tal libro o tal autor es mejor que otros, está ejerciendo una moralidad indecente, pues no hay una ley que se lo permita, una moralidad hipócrita, porque sabe que eso es así, y una moralidad banal, porque al final no consigue nada con ello". Sucede, sin embargo, que estas antidemocráticas prebendas oficiales permiten zarpazos como el que ha lanzado La [depredadora] Fiera Literaria al socaire: "Marías es el ente más negado para la escritura que ha existido desde el pleistoceno hasta la actualidad; quien peor ha manejado el castellano en todos los tiempos y lugares. Confunde el significado de las palabras, enreda la sintaxis como un nudo Gordiano, hace repeticiones que retumban en los tímpanos del lector desprevenido, se gasta un humor que hace llorar a las hormigas con alas…". Este, me parece, es el verdadero premio.
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