En vísperas de las segundas elecciones que perdería frente a Felipe González en 1993, Aznar fue destinatario de una Carta (en forma de libro) enviada por un esperanzado Arrabal; en ella, el profeta del milenarismo deseaba que el futuro gobierno pepero actuara "siguiendo el consejo de Sócrates bajo la autoridad de la belleza, de la ciencia, de la moral y de la verdad". Para cuando Aznar pudo mudarse finalmente a La Moncloa, tres años más tarde, el deseo publicado se tornó desprecio público: por no andarse con rodeos, el agrandado presidente ejecutó una enmienda a la totalidad de la sugerencia socrática: fealdad, inmoralidad y mentira fueron sus señas de identidad. Pese a todo, la querencia continuista de los españoles prorrogó, un mandato más, los primeros "cuatro años de aburrimiento" y "buena merienda". Había triunfado, remató Umbral, "el régimen de vitaminas y el vacío mental". Mas llegó el día en que España no toleró al tío del bigote ni una mentira (subvencionada) más y lo condenó a dejarlas por escrito (y por lo privado), que es a lo que se dedica desde entonces. En sucesivos panfletos bienpagaos, el expresidente ha tergiversado sus ocho años de gobierno y anunciado un antídoto contra la crisis escasamente leído, a lo que se ve. Ahora se pasea por estudios y platós idiotizando al respetable, como recién salido de un festival del humor tróspido, haciendo chistes para anormales y largando sandeces sin compasión. La percha es el primer tomo de unas Memorias que hasta el fatuo Carlos Herrera ve como pasadas por la nevera: "No habla mal de nadie". Ni siquiera de sí mismo, claro. En 2002, mediada su última legislatura, Victoria Prego se interesó por segunda vez por sus errores cometidos como gobernante. La (no) respuesta del presidente más ridículo de nuestra democracia fue: "Eso lo dejamos para el próximo libro". Pero ni por esas.
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