El segundo Conde de Rochester, que fue registrado civilmente como
John Wilmot, fue un incorregible libertino británico del siglo diecisiete que la diñó a la edad de Cristo, dejando como legado una importante obra poética, regada de sátira y hedonismo, y media docena de churumbeles a cargo de su acaudalada parienta. Y fueron ambas circunstancias las que le posibilitaron pasar a la posteridad sintetizando la quintaesencia de su cinismo vital: "Antes de casarme —dicen que dijo poco antes de morir entregado a los excesos— tenía seis teorías sobre cómo educar a los niños. Ahora tengo seis hijos y ninguna teoría". Salvando las distancias, pues el acontecimiento más epicúreo que se le recuerda a
Rajoy fue chuparse un habano mientras contemplaba in situ una ascensión ciclista a l'Alpe d'Huez, se trata del mismo mal que aqueja a nuestro apocado mandamás: antes de alcanzar la presidencia del Gobierno, el
rey plasmado aseguró barajar infinitas soluciones para un solo problema, la crisis, pero año y medio más tarde vaga sumido en el (des)gobierno, asediado por infinidad de problemas para los que no encuentra siquiera una mísera solución. Moraleja: los apriorismos sirven de poco en la vida privada, y de nada en la pública. Visto lo visto, los
partidos políticos (
populares y populistas) deberían someterse al dictamen de las urnas sin programa electoral y, solo después de haberse encaramado al poder, formalizar sus propuestas. Así, la reiterada inoperancia gubernamental sería idéntica, pero al menos nos ahorraríamos la frustración que sucede a cada
fraude programático. Votaríamos —
quienes todavía se atrevan a hacerlo, claro—,
igual que hasta ahora: en función de afinidades electivas, del sentimiento de pertenencia a un grupo o cegados por cuestiones tan accesorias como el sexo, la edad, la raza, el credo o el aspecto físico de los postulantes. Pero sería un proceso más limpio, que solo podría verse adulterado mediante cirugía estética. O sea.